Hay empresas que planifican para tener control, y otras que planifican para tener sentido. Las primeras buscan certeza; las segundas, aprendizaje. De eso se trata la diferencia.
Cada cierto tiempo, la misma pregunta reaparece en conversaciones con gerentes y equipos directivos: ¿vale la pena planificar si todo cambia tan rápido? ¿no será mejor soltar el plan y avanzar por ensayo y error?
La duda no es nueva, pero sí urgente. Vivimos en un tiempo donde el exceso de planificación genera rigidez, y la falta de planificación, caos. Entre ambos extremos, las empresas buscan algo difícil de lograr: claridad sin perder adaptabilidad.
Durante años, planificar fue sinónimo de control. Había que proyectar escenarios, fijar metas y definir presupuestos en detalle, donde todo quedaba perfectamente proyectado en una “carta gantt”. Pero ese modelo, pensado para contextos estables, ya no alcanza en entornos inciertos, donde las estrategias deben aprender a moverse con el cambio, no contra él.
El desafío no es abandonar la planificación, sino redefinirla cada vez que sea necesario. Planificar hoy significa crear estructuras que ayuden a pensar, no solo a ejecutar. Significa diseñar conversaciones, espacios y ritmos que permitan observar lo que está ocurriendo y responder con inteligencia colectiva.
Como señala el artículo The Art of Planning del Boston Consulting Group, las empresas más efectivas no son las que planifican más, sino las que lo hacen con menos detalle y mayor frecuencia, combinando ambición con flexibilidad, visión con ritmo y dirección con aprendizaje. En palabras simples: ya no se trata de predecir el futuro, sino de fortalecer la capacidad de adaptarse a él.
Como lo habíamos descrito antes, en Singulares lo llamamos planificación viva. Un proceso que no se encierra en un documento, sino que respira, se ajusta y evoluciona junto al negocio. Donde el foco no está en cumplir el plan a rajatabla, sino en mantener la conversación que lo sostiene, teniendo la capacidad de cuestionarnos si el camino que trazamos sigue siendo la ruta que nos permitirá lograr el objetivo o si hay que tomar otra dirección. Y donde la estructura se convierte en una aliada, no en una jaula:
- Un marco claro: anual, trimestral, mensual, semanal y diario.
- Un cierre consciente: mirar lo logrado, reconocer aprendizajes y soltar lo que ya no aporta.
- Diez minutos al inicio de cada jornada: para ordenar la energía del día antes de que la urgencia se adueñe de ti (y para evitar que eso pase)
Planificar así es un acto de presencia, no de control. Implica mirar con intención, decidir con propósito y actuar desde la coherencia. Y cuando una organización logra hacerlo, aparece un tipo de energía distinta: más enfocada, más expansiva y más consciente de hacia dónde va.
Porque al final, los planes no son para cumplirse al pie de la letra. Son para pensar mejor, conversar mejor y aprender en movimiento.
Quizás la verdadera pregunta no sea si vale la pena planificar, sino si estamos dispuestos a planificar distinto.
Planificar no es tener certezas. Es crear un sistema que piense con nosotros.


